domingo, enero 22, 2006

Prólogo de Jaime Concha

Prólogo


Una época, un género literario, un grupo numeroso de poetas: éstas son las coordenadas que sitúan y los elementos que componen la presente antología. Hecha con gran cuidado por Gonzalo Contreras, poeta él mismo; preparada por bastante tiempo con rara erudición, con un conocimiento de primera mano de libros y plaquettes a veces francamente inasequibles, esta selección tiene la ventaja adicional de ser una de las más completas que sobre el período se han publicado. En principio, y dejando aparte la dosis de error humano, todos los volúmenes de poesía que aparecieron en el país entre 1973 y 1989 han sido considerados (años límites incluidos). El autor piensa publicar un tomo complementario con los poetas del exterior. Así, las cartas sobre la mesa, los lectores podrán barajar entonces dos ramas separadas del árbol poético de ese tiempo, florecidas en distintos hemisferios y en distantes latitudes.

Llamar época un lapso de 16 años puede sonar a exageración. Asociamos el término con cronologías mayores, con períodos y zócalos de tiempo que se expanden en gran escala, definidos por un sistema lento y complejo de rupturas y continuidades. Sin embargo, contra toda convención histórica, Chile y los chilenos vivieron una época que les cercenó la vida para siempre. Traumatismo para unos, la mayoría quizás; edad dorada de sangre y de poder para los demás, los que gobernaron en gloria y majestad sembrando el terror desde Tarapacá hasta Dawson, esta época representa un ciclo convulsionado que avienta restos humanos a Suecia, Mozambique, Australia y hasta donde el diablo perdió el poncho, aquí en California. Los verdugos deformaron con rigor el principio evangélico, “Por sus restos los conoceréis”, se dijeron entre sí, y lo aplicaron ferozmente contra una población indefensa. Lo demás, lo que quedaba a la izquierda de este paisaje fósil, no era nada, no valía la pena ocuparse de ello: simples desconocidos, desaparecidos para siempre en la fosa común del territorio. Parra tiene un poema que lo dice todo: una serie de cruces en hileras y en columnas, cruces que también toman el aspecto del signo +. Aritmética aditiva y creciente de la muerte: es el mejor balance de la revolución económica de Pinochet. (Lo he visto, creo, en Hojas de Parra).

Si hubiera dudas sobre este panorama de sangre y de muerte, la poesía que sigue es la prueba constante y palpable. Sin que se lo proponga el editor, el tema se impone incesantemente, viniendo y sobreviniendo ante nosotros: es la muerte del amigo, del ser querido, del militante (ver, por ejemplo, un conmovedor poema de Silva Acevedo). Hay mucho de epitafio, de elegía y de poema funeral prendido entre los pliegues de los poemas que siguen, encendiendo la memoria de un martirologio exiguo, atrozmente emblemático: Danilo González, de Lota; Sebastián Acevedo, de Concepción; los tres decapitados de Santiago, etc. Directa o indirectamente, en relieve o en sordina, con sarcasmo o indignación, o con el arte elusivo y alusivo de un decir que se reprime, ningún poeta puede liberarse del clima sombrío y humillante de la noche dictatorial y de sus consecuencias. Jorge Teillier, nunca demasiado explícito ante los hechos políticos, habla del terror que se cierne en todas partes, de la necesidad de hablar en voz baja, de la musitación como forma única y exclusiva para comunicarse. ¿ En quién confiar?, se pregunta; y la pregunta queda sin respuesta. En otro lugar, con un don profético que entra en la carne del presente y del futuro destinado a nuestro país, escribe: Aprende a portarte bien / en un país donde la delación será una virtud. Otros poetas tratan de construir grandes líneas épicas como contrafuerte de su canto. De Dawson a Dawson: la historia de Chile es vista con intensa uniformidad, como una larga y continua secuencia desde la masacre de los indios en el sur del Estrecho hasta los dirigentes y representantes del gobierno allí relegados (notables poemas narrativos, a veces testimoniales, de Riveros y de España). En otro registro poético, un autor como Miguel Arteche, quien maneja con acierto y competencia las formas de lo mejor del Siglo de Oro, alcanza ahora acentos de intensidad excepcional, retomando las fuentes de un cristianismo agónico que combate a los indiferentes y compadece a débiles y a perseguidos. Sus poemas revitalizan la vieja oposición –ética y religiosa a la vez– entre tibiones y sufrientes. Aquí, por la fuerza del contexto y de las circunstancias que determina, adquieren dimensión política sobrecogedora. La evidencia, entonces, desborda en plenitud. Ya se trate de los temas, ya se trate del imaginario histórico o de nuevas modalidades y tonos poéticos, la evidencia es la misma: el dominio irreparable del horror y del terror. Desde el punto de vista del referente colectivo, esta selección es una larga travesía por el infierno dictatorial donde el chileno aprendió en carne propia lo que mucho antes onas, alacalufes y mapuches habían experimentado en una doble conquista (la del XVI, la del XIX) y lo que trabajadores del salitre, del cobre y del carbón vivieron día a día en todo el Siglo XX que acaba de terminar: que el hombre podía siempre ser tratado como un “humanoide”. La función de la constitución fascista fue asegurar y dar vida práctica a este calembour...

¿Género literario? La expresión suena hueca y adolece de abstracción. Si es verdad que la poesía es el conjunto de sus manifestaciones concretas, en la infinita variedad de sus formas y sus especies, no es menos cierto que ella emerge como algo mucho más radical, la raíz de nuestra voz en el planeta. Más que la suma de sus estructuras y la combinatoria de sus tipos, ella es primariamente función susceptible de ser asumida y actualizada por cada una de las piezas de su vasto repertorio, el corpus histórico monstruoso que se extiende desde su origen más arcaico hasta sus ecos de hoy. Función inmemorial, se nos dirá, con la perspectiva que nos donan siglos y milenios; y más de un entusiasta se complacerá en prolongar el vector, hablando de ella como algo levemente eterno. Inmemorial y levemente eterna, esta poesía, en cuanto cosa histórica y temporal que no puede dejar de ser, deposita su testimonio en medio de su época, deja una huella ardiente y aguda en el plexo o en los márgenes de una experiencia colectiva. Es el caso de estos poetas, de todos estos poetas. Ellos comprimen en pocos años un panorama de medio siglo de poesía chilena. El más conocido, que no podía aparecer aquí (sus poemas póstumos habrán de publicarse lejos de Chile), desaparece días después del golpe militar. No es casual que uno de los primeros volantes que circulara denunciando a la Junta fuera la adaptación de unos versos del Canto General a la nueva y más violenta tiranía que se vino encima. Aún lo recuerdo: era una página al parecer mimeografiada a la carrera, destinada a trasplantar el 48 al 73. Frei y Pinochet se disputaban allí la palma de la traición. El río de la poesía chilena fluye una vez más y sus ondas generacionales discurren frente a nosotros.

Están obviamente, primero, los padres mayores: Parra y Rojas, ambos activos y longevos (entiendo que Rojas estará mejor representado en el segundo tomo, por venir). Sigue el par de grandes fallecidos antes del fin de siglo, Enrique Lihn y Jorge Teillier. En su gran libro Pena de extrañamiento (1986), el primero hace visitar a Alicia el país de las pesadillas; y en sus últimos poemas, previos ya a su muerte tan temprana, escribe un puñado de textos de increíble vitalidad, que se cuentan entre lo más renovador que ha producido la poesía chilena de las últimas décadas. Miguel Arteche, contemporáneo suyo, remonta el cauce del Evangelio, deshaciendo, invirtiendo y rehaciendo las figuras y eventos de la historia sacra. ¡El efecto es poderoso en lo emocional y en lo estético!.

Más cerca de nosotros, y luego de la irrupción meteórica de la obra de Raúl Zurita, destacan los poemas de Clemente Riedemann y de Tomás Harris. El uno, que empezó en las hondonadas del tema aborigen y va a estar en el punto de partida del enorme desarrollo de la conciencia mapuche por la vía poética (primero por huincas, luego por exponentes del mismo grupo étnico), produce con Primer arqueo (1989), uno de los libros más rigurosos y complejamente estructurados que me ha tocado leer. Harris, por su parte, luego de dar en Cipango (1992, aunque deriva de textos anteriores), un volumen de alta jerarquía que lo sitúa a la cabeza de toda una generación, ha seguido profundizando y extendiendo el cauce de su voz en publicaciones ulteriores (Los náufragos, entre otras). Ellos dos, junto a la contribución fundamentadísima de Sayal de piel, por Carmen Berenguer, y a los sobresalientes poemas de que es autor Juan Cameron, me impresionan como los vértices más claros de la reciente poesía chilena. Pero esto es ya entrar en el hoy, más acá de la época que enmarca y delimita la muestra de Contreras.

Leyendo estas páginas por él reunidas he aprendido mucho. He redescubierto la honda intensidad de la poesía de Cárdenas, rayana en el desconsuelo, con su revelación de la nieve, y sus blancas, delirantes imágenes de la nada. Me ha gustado reencontrar los ecos y la voz de Hugo Zambelli, un poeta de quien comenté, allá en las lejanías de Atenea, uno de sus libros iniciales. Y releer una vez más la admirable poesía de Jaime Quezada, de Floridor Pérez, de Ramón Riquelme, que han sido mis alimentos terrestres cotidianos en el orden de la poesía, es algo que aprecio y no puedo dejar de valorar. Es un estupendo regalo el que nos hace Contreras. Hay que agradecérselo de veras.

Jaime Concha
Universidad de California de San Diego.

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